Yo iba de copiloto, tengo buen sentido de la orientación. Mi madre, que es
fuerte y decidida, conduce muy bien; es segura y prudente, nada miedosa.
De todas formas, la vieja Volkswagen no puede correr más de a cien por
hora, y eso por autopista y en llano; cuesta arriba, no pasa de los ochenta ni
aunque le des ánimos. A pesar de que yo empujo con todo el cuerpo y le
grito: «¡Aúpa, Reynoceronte, que tú puedes!».
Recuerdo que hicimos la primera parada, para echar gasolina y estirar las
piernas, a la altura de Zaragoza. Nos entonó el cafecito que llevábamos y
nos comimos el primer bocata, que todavía estaba fresco y esponjoso. Los
otros nos los zampamos ya a duras penas.
A las cinco horas de viaje, a media mañana, estábamos en Perpignan.
Aunque había bajado mucho la temperatura debido una borrasca que se
acercaba por el oeste, hacía un día excelente, despejado, casi sin viento, y la
furgoneta respondía. Y nosotros, medio muertos de frío por la refrigeración,
que iba a su máxima potencia, y sin imaginar los desastres que nos
aguardaban a la vuelta de unas curvas, nos pusimos a cantar tan felices.
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