Página 16 - 426-416781745-1.pdf

Versión de HTML Básico

Nos duró poco la alegría. A la altura de Montpellier aparecieron unas nubes
negrísimas por el norte, justo hacia donde íbamos. De pronto se nos echó
encima una niebla cerrada que nos hizo parar tres veces en el arcén de puro
miedo. Perdimos dos horas, y lo que era peor, el ritmo tan bueno que
llevábamos. Y para colmo, empezó a llover con fuerza y yo empecé a
sentirme mal, con una tos que no se me pasaba ni chupando caramelos.
Otra parada en Orange para repostar. Y para echarles un ojo a los
espárragos. Menos mal que nos acordamos porque el hielo que les pusimos
en la frontera se había derretido, y eso a pesar de que la temperatura
exterior había bajado a catorce grados. Pero hacía más frío dentro. Total, que
íbamos ateridos a pesar de que nos pusimos otro jersey, el anorak, dos
pares de calcetines y las mantas sobre las piernas, mi madre sus mitones y
yo los guantes de esquí. Más gorros de lana y bufandas. Parecía una
expedición al Polo.
Un poco cansada de conducir con tanta lluvia, mi madre redujo la velocidad.
A dos horas de Lyon, ya con el piloto rojo de la reserva, porque se nos fue el
santo al cielo hablando de lo que nos esperaba en Alemania, paramos en
una gasolinera con restaurante. Yo moqueaba, me dolía la garganta, no me
sentía nada bien. Mi madre me obligó a tomar una sopa caliente, un goulash
de bote que sabía a diablos, me dio dos aspirinas —lleva siempre un
cargamento porque sufre migrañas— y me arropó en el asiento de atrás para
que durmiera un rato. Se fue en busca de hielo y, bueno, ahí empezó el jaleo.
¡No había hielo! Al ver su cara de terror, los de la gasolinera nos aconsejaron
salir de la autopista y entrar en un pueblito. ¡Anda que no dimos vueltas! ¡Y ni
una bolsa! Al final, el dueño de un restaurante indio se apiadó de nosotros
cuando le contamos que íbamos a un concurso de espárragos y que, si no
los refrescábamos inmediatamente, se estropearían sin remedio. Nos dieron
17