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todo el hielo que tenían almacenado y nosotros se lo agradecimos
regalándoles una caja de nuestros Reynoceronte Blanco. Se quedaron la
mar de contentos los de Chez Bombay.
Habíamos perdido un tiempo de oro. Pero mucho peor fue cuando al
atardecer, cerca de Lyon, se nos paró la furgoneta. Mi madre quiso recuperar
el retraso y la forzó, pisó hasta ponerla a 120. «Plaf, plaf, plaf», resopló la
Reynoceronte Blanco echando un humillo de su color.
—¡Mamá! ¡Para, para, que se nos quema!
—Dios mío, lo que nos faltaba… ¿Y qué hacemos ahora, Jago?
—Aita me dio el teléfono de ADAC, me dijo que aunque no somos socios los
llamásemos si nos ocurría algo, no te lo comentó para no preocuparte.
Esperemos que hablen inglés. No llores, mamá, lo arreglarán pronto y total,
pensábamos dormir en Lyon, ¿no?
Mi madre dejó de gimotear y el mecánico hablaba inglés, dos hechos muy
reconfortantes. También nos tranquilizó que apareciera la furgoneta de
asistencia de ADAC en menos de media hora. Enseguida nos dieron el
diagnóstico: la junta de la culata se había calentado y tendrían que cambiarla
en el taller, que estaba muy cerca. Nos aseguraron que, con suerte, tendrían
lista la Volkswagen a media tarde. De nuevo a mi madre se le caían dos
gruesos lagrimones y yo les expliqué nuestro problema: teníamos que estar
en Schwetzingen a la mañana siguiente, bien tempranito. Llevábamos
espárragos frescos, teníamos mucha prisa. Tanta pena les dimos a los
franceses que a las tres horas teníamos la avería arreglada. Y 600 euros
menos en el bolsillo. De modo que mi madre contó el dinero que nos
quedaba y reemprendimos la marcha.
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