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Nos duchamos en un santiamén. Más complicado fue colocarnos las
antiguas vestimentas del valle de Salazar que nos regaló mi abuela Rosita.
Mi madre estaba guapísima. Vestía dos faldas largas plisadas; una negra y
otra, superpuesta y más corta, de seda en color rojo cereza. Llevaba una
blusa blanca de encajes con un chalequillo azulina bordado en plata y oro. El
traje de Carlota era parecido, solo cambiaba la falda de seda, que era de
color azul intenso, y las medias blancas, como las llevan las chicas solteras.
También se trenzó su preciosa melena con cintas celestes. Yo vestía un traje
negro de lana, y medias blancas.
Mi padre y mi tío, que son grandes cocineros, prepararon canapés de
espárrago templado con una emulsión de Buenaceite de Navarra, y una
puntita de caviar. ¡Estaban de rechupete!
Nuestra caseta era de estilo tirolés y la habían decorado con carteles de
Tudela y unos ramos enormes de lavanda y lirios. Y al fin apareció nuestra
querida Volkswagen con su valioso cargamento de Reynoceronte Blanco,
bien fresquito.
—Lo conseguimos, Jago. ¡Gracias, hijo! —Mi madre me besó emocionada.
Y así fue como el Espárrago Blanco de Navarra consiguió la Goldmedaille en
la Feria de Schewetzingen, mis padres los veinticinco mil euros y el mejor
distribuidor de verduras de Alemania. Y yo, el Premio Internacional de
Redacción en Lengua Española por esta larga y accidentada historia, que
además está basada en hechos verídicos, como las películas que más flipan.
A mi amiga Carlota le emocionó tanto esta aventura que ahora tiene claro
que quiere ser pintora y vivir en una granja.
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