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El calvo se tiró al suelo todo lo largo que era y nosotros salimos en
estampida hacia la cafetería para escondernos. Fue como en las películas de
aventuras. En cuanto nos sentimos a salvo nos pegamos al cristal que daba
al aparcamiento donde se desarrollaba la acción. Vimos cómo el helicóptero
se posaba con suavidad en la explanada mientras el tipo permanecía inmóvil
en el suelo como un pasmarote, protegiéndose la cabeza con los brazos.
Bajaron tres policías y lo esposaron en un pispás. Conversaron unos minutos
a cara de perros. El tipo se dio por vencido y sacó su móvil, probablemente
«para hablar con su compinche», aventuró mi madre.
A los quince minutos habíamos recuperado nuestra vieja Volkswagen
Reynoceronte, con los espárragos un poco alicaídos, pero en buenas
condiciones. Una nueva rociada de hielo, y revivieron.
Saludamos agradecidos al padre de Carlota, que era el jefe de la misión, y
subimos al helicóptero. Un policía se quedó a cargo de la furgoneta para
limpiarla y llevarla a la Spargelfest mientras nosotros, con una caja de
espárragos, llegamos a casa de Carlota, donde nos esperaba mi amiga, su
madre y...
—¡Pensábamos que no llegaríais nunca! Olvidasteis los trajes…
Mi tío Carlos, con una brecha en la cabeza, y mi padre con el brazo
escayolado nos besaron la mar de contentos. Traían una enorme pancarta
con palabras de aúpa y el precioso logo de Anfas con tres esparraguitos, de
parte de todos ellos, equipo y colaboradores incluidos. ¡Qué enorme alegría
nos dieron! Era cierto que se nos habían olvidado los trajes de navarricos. Y
la música. Los padres de Carlota habían preparado la sorpresa final.
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