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Eran las siete en punto cuando regresamos a la explanada. De pronto, un
calvorota enorme, con barbas y muy mala pinta se nos acercó. Las piernas
me empezaron a temblar mientras mi madre me apretaba la mano con todas
sus fuerzas. Ella tampoco tenía buen color.
Ya a tres metros del ladrón, dispuestos a morir porque no llevábamos en los
bolsillos nada más que veinte euros, el estruendo de un helicóptero sobre
nuestras cabezas y un foco superpotente hicieron que nuestros corazones
saltaran de espanto. Entonces escuchamos unas órdenes en alemán a
través de un altavoz.
—Achtung, Achtung! Stehenbleiben! Keine Bewegung!!
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