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Durante unos días,
Clementina escucho el
tocadiscos.
Después se cansó.
Era de todos modos un
objeto bonito, y Clementina
se entretuvo limpiándolo y
sacándole brillo.
Pero al poco tiempo volvió a
aburrirse. Y un atardecer,
mientras contemplaban las
estrellas, a orillas del
estanque silencioso,
Clementina dijo: “Sabes,
Arturo, algunas veces veo
unas flores tan bonitas y de
colores tan extraños, que
me dan ganas de llorar…
Me gustaría tener una caja
de acuarelas y poder
pintarlas.”
“¡Vaya idea ridícula! ¿Es que
te crees una artista? ¡Que
bobada!”
Y reía, reía, reía…