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—Sí. Todo iba bien, la cosecha iba a ser estupenda hasta que una mañana
amanecieron las tierras encharcadas por la crecida. Aquella noche había
llovido muchísimo y, como el Ebro iba llenísimo, cuando recibió las trombas
de agua de los ríos que bajan de los Pirineos, se desbordó y anegó todo el
valle. La abuela Rosita se echó a llorar, ella ha conocido muchas de estas
catástrofes. Y sabe lo que significan: todo un año de trabajo perdido.
Además, pilló a nuestra familia sin seguro de cosecha, mi padre no pudo
contratarlo porque había comprado las robadas que vendía nuestro vecino;
no podía desaprovechar la ocasión de ampliar La Mejana. Sueña con
fabricar conservas, y algún día montar una industria para Julene y para mí.
Durante la semana que pasó con nosotros, Carlota nos ayudó con las vacas
y las gallinas. Y le encantó la vida del campo, sobre todo la recolección de
los espárragos. Decía que era mágico ver salir sus punticas blancas
rompiendo la tierra, como estrellitas en un cielo muy oscuro.
Así que en cuanto llegó a su casa se puso a investigar sobre los famosos
espárragos de Schwetzingen. A Carlota le gustan mucho, los come con
patatas hervidas y salsa holandesa, pero nunca se había interesado por
conocer su historia.
Me contó que en las excursiones que hacía con sus amigos en bici empezó a
fijarse en los cultivos de espárragos, en las larguísimas líneas de caballones
que cubren de plástico negro para que conserven mejor el calor. «Es
maravilloso», me dijo, «como si el artista Christo hubiera empaquetado el
campo».
Carlota está orgullosa de su ciudad, que tiene algunos monumentos bien
curiosos. A ella, por ejemplo, le encanta la estatua de bronce en honor del
espárrago que levantaron en la Schlossplatz, justo enfrente de la puerta de
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