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Pues de eso nada. Nuestro gozo en un pozo. Una vez más se torció nuestro
plan cuando, al salir del café con las bolsas de hielo, mi madre dio un alarido
que ni en las películas de Drácula.
—¡¡La furgoneta!! ¡¡Nos han robado la furgoneta!!
Agobiada, revolvió su bolso y comprendió que no llevaba las llaves, ¡las
había dejado puestas en el contacto! Dimos vueltas como locos por los
alrededores de la gasolinera, cada vez más angustiados y cabreados.
Preguntamos a todo el mundo, y nada, nuestra querida Reynoceronte se
había esfumado. Era el acabose. Fin de la aventura del Espárrago Blanco de
Navarra en Alemania.
Intenté llamar a Carlota. ¡Mi móvil se había quedado dentro de la furgoneta!
¡Qué desesperación! Ya no sabíamos qué hacer.
De pronto, se me encendió una bombilla. Le pedí a mi madre su teléfono y
marqué mi número. Tres tonos de llamadas y, al fin, una voz de hombre en
un idioma extraño, al que le pregunté en inglés:
—Hallo, hallo!, ¿quién es usted?, ¿con quién hablo?
El tipo me hablaba en un inglés macarrónico que casi no entendía.
—¿Y tú? ¡Ah! Eres el dueño de este cacharro, ¿verdad? Estupendo, quería
hablar contigo.
—¡Dígame dónde la tiene! ¡Devuélvanosla! ¿No será una broma?
—Tranquilo, tranquilo, muchacho. Nada de broma, nos la llevamos. Seguro
que nos la compran en Baden Baden. Aquí hay mucha afición por los coches
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